domingo, 12 de julio de 2009

Re-pensando juntos la educación

La actividad educativa suele demandar un gran despliegue en las familias y en las escuelas, y en las urgencias, a veces se pasan por alto algunos aspectos a tener en cuenta, aspectos que, por ser fundamentales, no se presentan explícitamente en cada circunstancia puntual... y, sin embargo, son los que sostienen el quehacer de todos los días.

En primer lugar, es importante que, como educadores (primariamente, me refiero a los docentes, pero, en un sentido amplio, incluyo a los padres, a los responsables políticos de la educación pública y la contención social, etc., etc.), nos preguntemos qué nos pasa a los adultos frente a los jóvenes: ¿Qué nos sucede “emocionalmente”, “pasionalmente”, frente a ellos? ¿Miedo, inseguridad? ¿Censura, desaprobación? ¿Envidia, deseos de revancha por las experiencias personales de cada generación? ¿Simpatía, “complicidad”? ¿Paciencia, tolerancia? ¿Deseos de controlarlos, afirmación de la autoridad por sí misma? ¿“Disponibilidad educativa”, “servicio solidario” (o “solidaridad servicial”, como se prefiera)? ¿Atención, empatía? ¿Cuidado incondicional, exigencia imperativa? ¿Respeto, responsabilidad?

Clarificarnos a nosotros mismos este punto, antes de cualquier proyecto, y “purificar” nuestro deseo e intención, es esencial.

En segundo término, también deben clarificarse nuestras preconcepciones e ideas previas sobre “los jóvenes” (considerados en general y algo abstractamente). La misma práctica educativa reclama partir de una concepción “optimista” del hombre (filosóficamente, puede ser más o menos explícita): “estas personas, estos sujetos... ¡pueden comprenderlo mejor... pueden hacerlo mejor... pueden ser mejores..!!” Y esto nos remite a la conocida etimología: “educar” es “sacar hacia fuera” (“ex-ducere”), permitir que brote aquello “mejor” que ya puede germinar en cada joven.

En este sentido, todo joven sigue siendo “capaz del Bien” (como toda persona, en toda época y circunstancia). Ya el Antiguo Testamento nos enseña que todo hombre ha recibido, en el mismo “barro” de su condición humana, el beso divino, el aliento de Vida (Gn.2,7)...

Concretamente, nuestros jóvenes son particularmente sensibles al valor de la lealtad entre pares, buscan formas de expresarse genuinamente, valoran la sinceridad, el respeto, la libertad, aprecian la vitalidad y la alegría, se sienten “generacionalmente responsables” frente al cuidado ambiental, suelen criticar aquello que perciben sin fundamentos, etc...

La capacidad para detectar estas posibilidades, hacérselas notar a cada joven, orientarlo para su mejor apropiación de sí mismo, de sus posibilidades, de sus fortalezas... Esto es lo que marca la pauta que distingue al educador del simple “enseñante”: una actitud de acompañamiento (nacida de la capacidad de empatía que tiene todo ser humano) que se elige ejercer, aún frente a las dificultades que plantea el proceso de crecimiento y maduración, aún frente a las urgencias y los plazos que nos gustaría cumplir...

En tercer término, es crucial pensar y actuar con un criterio de identidad de los roles y de las instituciones. Por ejemplo, la escuela debe ser un lugar de apropiación y reconstrucción crítica y sistemática de la cultura en la que los jóvenes ya están inmersos y ya aprenden, de la que ya se han formado una idea acerca de su utilidad, en la que ya han seleccionado, recortado y “aprehendido” qué les sirve y qué no (¿No lo hacemos todos habitualmente?).

Lograr que los estudiantes hagan efectivo este “empoderamiento” (que asuman control, dominio y “poder” sobre sus saberes, sus prácticas y sus opciones, en definitiva, encaminándose hacia la autonomía propia del adulto) implica una ruptura con el paradigma clásico del quehacer escolar como una transmisión académica enciclopedista del saber.

Este cambio de enfoque implica una actitud activa de “búsqueda” (superadora de una “recepción” o una “tolerancia”) y una propuesta de encuentro (personal e intelectual) de los educadores a los educandos, que debe plasmarse desde las políticas educativas de cada jurisdicción, pasando por los diseños curriculares, hasta cada aula concreta.

También implica una actitud activa por parte de los estudiantes. En este sentido, detrás de la queja habitual de los estudiantes acerca de que la escuela es un lugar “pasivo, repetitivo, inútil, aburrido” podemos rescatar elementos para una crítica constructiva, mientras que otros elementos pueden ser contextualizados...

Es válido el planteo acerca de la pasividad de ciertas prácticas... que, en definitiva, no “problematizan” ni cuestionan la realidad (¡con todos los aspectos cuestionables que contiene!). También es contemplable el reclamo acerca de la repetitividad (más allá de la ejercitación necesaria y comprensible), si es que no hubo una instancia de planteo conceptual del problema en cuestión...

En cuanto al reclamo por la “utilidad” (como “sentido” de las prácticas educativas), tiene un fundamento cierto. Durante mucho tiempo, la escuela justificó sus prácticas (más o menos tácitamente), con la “promesa” de una futura utilidad... que no siempre termina verificándose en términos de ascenso social o económico. Hoy en día, muchas veces, la escuela (sobre todo, en su papel de “certificadora” de un capìtal simbólico incorporado) actúa más como “paracaídas” que como “ascensor” o “trampolín”... Quizá sea momento de replantearnos qué herramientas puede proporcionar efectivamente el sistema educativo en sus diversos niveles y modalidades, con la finalidad de asegurar la transmisión de esos saberes y procedimientos que apunten a la inserción laboral y ciudadana de los educandos... y de no repetir una “promesa” de la que el sistema escolar no puede hacerse cargo por sí solo.

Sin embargo el planteo por la “utilidad” también debe ser ubicado en su justa medida. Hay muchos aspectos de la vida cuyo gran valor no se juega principalmente en su “utilidad”, cuyo “sentido” excede a su “aplicación” directa: el juego libre, la amistad, el amor, el arte (en sus variadas formas), la filosofía, la espiritualidad... Estas experiencias ennoblecen y elevan interiormente a la persona y, aunque no se busque inmediatamente en ellas una “utilidad” determinada, suelen producir sus frutos en el largo plazo...

Por otro lado, los centros educativos escolares no pueden ser reducidos a “guarderías” de jóvenes (con el fin implícitamente central de que no estén en la calle, vulnerables a distintos riesgos) o meros “jugatorios” (incluso reconociendo positivamente el justo valor que tiene la necesaria dimensión lúdica, el esparcimiento y el tiempo libre). La educación y el aprendizaje (sobre todo, los formales) suelen requerir de una dosis de esfuerzo que no debe ser “disfrazada” o “disimulada”, al reconocer abierta y sinceramente su necesidad... En este sentido, la educación escolar no tiene por fin primario la diversión o el entretenimiento de los educandos (en la medida que pueda ser divertido o entretenido, mejor, pero no pueden ser estos los grandes objetivos a buscar). Por lo demás, aunque no sean “di-vertidos” (que “diverge”, que “lleva por varios lados”, que “distrae”), un pensamiento elaborado y crítico, la “con-centración” del sujeto, un planteo agudo y sensato, una capacidad nueva y útil, una apreciación valiosa, el afianzamiento y el refinamiento de la propia expresión, etc. verdaderamente construyen a la persona y la fortalecen (la “re-crean”, en el sentido más auténtico de la palabra).

En definitiva, son planteos que bien pueden ser discutidos entre los mismos educadores, primeramente, pero que deben involucrar paulatinamente a toda la comunidad educativa, con el objetivo de lograr la concurrencia de los esfuerzos de todos a un mismo fin: la formación integral de las personas.

Rafael Tesoro

rafaeltesoro@argentina.com

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