lunes, 15 de febrero de 2010

¿Qué es el “Capital Social”?

¿Qué es el “Capital Social”?
(Adaptación de Kliksberg, B., Sen, A., Primero la Gente, Ed. Temas, Bs. As., 2009)

Durante demasiado tiempo, se ha considerado que la economía (como ámbito de la realidad y/o como la ciencia que lo estudia) era algo desligado de otros enfoques, de otras miradas... Así, encerrada en marcos teóricos dogmáticos y rígidos modelos matemáticos, la economía no era permeable a planteos políticos, relaciones sociales, críticas filosóficas, cuestionamientos éticos, etc. Aún reconociendo cierta autonomía a la economía, nunca se debió llegar al autismo exhibido por algunos técnicos y especialistas en la materia, despreciando el diálogo y los aportes multidisciplinares que tanto pueden enriquecer.

Las recetas estandarizadas en los centros del poder económico global, repetidamente aplicadas en la Argentina en forma acrítica, descuidaron la competitividad externa de la economía y privilegiaron la liberalización financiera, buscando asegurar las ganancias de corto plazo de capitales especulativos y alterando las prioridades socio-económicas. Esto llevó a la larga a las terribles consecuencias que todos recordamos[1]: 21,5% de trabajadores desocupados en mayo de 2002; en octubre de ese año, el 27,5% de la población urbana bajo la línea de indigencia (sin llegar a cubrir con sus ingresos propios el valor de una canasta alimentaria básica), mientras que el 57,5% de la población urbana estaba bajo la línea de pobreza, 12 menores de 5 años morían por desnutrición por día en 2003[2], y demás.

Como “el árbol se reconoce por sus frutos” (Mt.7,15-20), se evidencia la necesidad de revisar las premisas y la dinámica de una economía que no ha puesto a los bienes materiales (es decir, su producción, distribución, intercambio y consumo) al servicio del ser humano y bajo el control del mismo. En la medida que el trabajo decente del hombre queda socialmente relegado, no se reconoce su valor y dignidad, un sistema económico no cumple con sus fines propios. Es interesante comprobar cómo hasta las grandes tradiciones religiosas (tan variadas en cuanto a sus “ropajes” culturales) coinciden con estas intuiciones y otros planteos similares[3]: la aplicación de principios éticos rectores, la existencia de riesgos muy importantes en el funcionamiento actual de la economía mundial, la necesidad de reglas éticas para la globalización, la protección de los derechos económicos y sociales, la destinación universal de los bienes, una opción prioritaria por los pobres, etc.

Lo ilustra muy bien Lourdes Arizpe: “...La teoría y la política del desarrollo deben incorporar los conceptos de cooperación, confianza, etnicidad [respeto por las culturas], identidad, comunidad y amistad, ya que todos estos elementos constituyen el tejido social en que se basan la política y la economía. En muchos lugares, el enfoque limitado del mercado basado en la competencia y la utilidad está alterando el delicado equilibrio de estos factores y, por lo tanto, agravando las tensiones culturales y el sentimiento del incertidumbre...” [4]

Ahora bien, si las economías capitalistas le otorgan centralidad a la libre disposición del propio capital, hoy se hace necesario reconsiderar a esos activos que se acumulan y se invierten para producir un futuro mejor... Según Bernardo Kliksberg[5], se identifica actualmente la existencia de cuatro grandes tipos de “capital” (ampliando la concepción estricta de la palabra):
el capital natural, constituido por la dotación de recursos naturales,
el capital construido por la sociedad, como las infraestructuras, la tecnología, el capital comercial, industrial, financiero, y otros,
el capital humano integrado por los niveles de salud y educación de la población, en la medida que la hace más “competente”, y
el capital social, relacionado con distintos factores extraeconómicos (todos vinculados con la cultura) que pesan fuertemente en el desempeño de los países en términos de progreso económico y tecnológico y en la sustentabilidad del desarrollo.
El capital social tiene la más alta relevancia para el desarrollo y la democracia, y tiene por lo menos cuatro dimensiones (que brotan de “pisos culturales” sistemáticamente cultivados):
El clima de confianza en las relaciones interpersonales y en las instituciones. Cuando se da este clima, se gana agilidad y fluidez en la toma de decisiones y en su ejecución. Cuando no hay un grado significativo de confianza, hay costos en tiempo y en recursos destinados a seguridad (policías, abogados, etc.).
La capacidad de asociatividad. Desde la simple cooperación vecinal, hasta una compleja concertación nacional sobre el modelo de desarrollo[6], siempre es útil generar sinergias, proyectos a escala que permitan aprovechar las ventajas asociadas, las externalidades positivas, etc. La cohesión social, tan necesaria, se ve beneficiada por este rasgo cultural. Por ejemplo, nuestro país ha sabido desarrollar un rico movimiento de cooperativas, con importantes beneficios, cuya tradición todavía está presente y es apreciada.
La conciencia cívica, el civismo: incluye el cuidado de los bienes públicos, la responsabilidad tributaria, el debate, la participación en las decisiones de políticas y de gestión, por medios más tradicionales o más innovadores[7], la supremacía del interés general (el “bien común”) por sobre el particular, el grado de conciencia colectiva, etc.
Los valores éticos predominantes en una sociedad. La calidad de vida de una comunidad se ve potenciada cuando se hacen presentes la responsabilidad, la solidaridad, la justicia (incluyendo sus dimensiones distributivas y sociales), la paz, el respeto por el prójimo, el cuidado de sus derechos... En este sentido, los modelos económicos ortodoxos, con sus presupuestos individualistas y moral egocéntrica, ha tenido consecuencias culturales negativas muy importantes, además de los efectos propiamente económicos de las políticas inspiradas por ellos.

Estudios recientes[8] muestran que el capital social incide en las tasas de crecimiento económico, mejora la gobernabilidad democrática, incide favorablemente en la calidad de los servicios públicos y el nivel de las escuelas y aumenta la esperanza de vida.

Similarmente, otros estudios[9] muestran que los valores cívicos y políticos tampoco son ajenos al desempeño económico: las economías de los países democráticos (el régimen político más asociado a la noción de capital social) logran un crecimiento más predecible en el largo plazo, mientras que en el corto plazo son más estables. Además, manejan bastante mejor los shocks adversos y llevan a mejores resultados distributivos.

Adicionalmente, el capital social (al igual que el capital humano) puede ser compartido y, desde cierto punto de vista se “auto-genera”; es decir, tiene la rara propiedad de romper con la lógica de la escasez (donde los bienes se consumen con su uso), característica de los planteos económicos convencionales: Cuánto más se pone en juego, más se consolida; la manera que tiene una comunidad de “acumular” capital social es ponerlo en circulación y al servicio del conjunto de sus mismos integrantes.

Pero, ¿Cómo se construye capital social, cómo se lo genera? En primer lugar, con cultura y educación. Las políticas públicas y las iniciativas sociales dirigidas a estos campos, lejos de ser meros “gastos”, son una verdadera “inversión” e incluso derechos de la población en la medida que los valores éticos y culturales son fines en sí mismos al volver al mundo más “humano”, al “humanizar la vida del hombre”. A su vez, cuando el capital social es activado y es puesto en funcionamiento (especialmente, cuando establece “puentes” entre grupos sociales heterogéneos) refuerza los valores culturales y las reservas morales de los que se nutre, en un auténtico círculo virtuoso.

Para concluir, parecería que un desempeño económico exitoso y duradero no es tanto la causa, como la consecuencia de una mejor calidad de vida, expresada en una preocupación genuina por el otro, la confianza, la voluntad de inclusión social y la presencia arraigada de los valores cívicos, éticos y culturales.


Rafael Tesororafaeltesoro2@yahoo.com.ar
[1] www.indec.gov.ar
[2] En 2009, esta cifra se redujo significativamente a 8 por día. Aún así, todavía queda mucho por hacer... El hambre es un crimen en un país como el nuestro con capacidad para producir alimentos para 400 millones de personas.
[3] Kliksberg, B., Sen, A., Primero la Gente, Ed. Temas, Bs. As., 2009, Pág. 335 -341
[4] Arizpe, Lourdes, La cultura como contexto del desarrollo, en Emmerij, L. Y Del Nuñez del Arco, J. (comp.), El desarrollo económico y social en los umbrales del siglo XXI, VID, Washington DC, 1998, pp. 191-197.
[5] Kliksberg, B., Sen, A., Primero la Gente, Ed. Temas, Bs. As., 2009, Pág. 263 -265
[6] La capacidad de asociatividad fue determinante en el desarrollo político de diversos países, por ejemplo, los casos de España y Chile.
[7] Las modernas Tecnologías de Comunicación e Información (TICs) están inaugurando una nueva dimensión del civismo, el “civismo digital”, es decir, la informatización de la gestión pública y la participación ciudadana.
[8] Kliksberg, B., Sen, A., Primero la Gente, Ed. Temas, Bs. As., 2009, Pág. 265
[9] Rodrik, D., Institutions for high-quality growth: What they are and how to acquire them. Harvard University. Octubre 1999.

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