martes, 5 de junio de 2012

¿Indignados... o dignificados...?

Una mirada desde la fe sobre la dignidad humana y el movimiento de los “indignados”.

El pasado 15 de octubre de 2011, un importante movimiento global invadió 951 ciudades en 82 países, invadiendo al mismo tiempo las pantallas de televisores, computadoras, teléfonos celulares, y sacudiendo las conciencias: Eran decenas y centenares de miles de sujetos, jóvenes muchos de ellos, manifestando públicamente su “indignación”.
Ya el 15 de febrero de 2003, en sesenta países se movilizaron más de 15 millones de personas para indicar que estaban en desacuerdo con la intención del ex presidente George W. Bush de realizar una invasión estadounidense a Irak (lamentablemente, dicha intención se hizo realidad...). Fue una ocasión en la que pudo verse cómo se afianzaba una nueva conciencia global en los primeros años del siglo XXI. Desde fines de 2010, ya en la segunda década de nuestro siglo, este movimiento sumamente heterogéneo sigue consolidando antiguos y nuevos reclamos, con perspectivas inéditas. Ciertamente, en dicho movimiento pueden (y deben) distinguirse matices: no es la misma indignación la que se manifiesta en Túnez o la plaza Tahrir de El Cairo, tras décadas de postergación cívica y política, dando lugar a la denominada “Primavera Árabe”, o la del movimiento “Occupy Wall Street”, en la que un 99% reclama por la mejor distribución de los ingresos, en la cara del minúsculo 1% que acapara un 90% de los ingresos... O la indignación de los jóvenes españoles en la Puerta del Sol, haciendo público su reclamo por políticas inclusivas y la preservación del empleo decente... O la que ha llevado en este continente a que los jóvenes chilenos fijen en la agenda de la discusión política trasandina el lugar y la importancia de la educación pública, cuestionando también otras realidades cívicas y laborales, buscando sacudirse algunas cargas que todavía arrastramos del triste pasado de dictaduras que ha soportado nuestra “Patria Grande”, América Latina....
Nuestro propio suelo ha sabido de la indignación popular, del reclamo por nuevas formas de participación y políticas distintas... Y desde aquella fuerte crisis de comienzos de siglo llegan algunas experiecnias de voluntariado, compromisos de militancia, una conciencia ciudadana un poco más atenta y alerta...
Y, sin embargo, esta pluralidad de manifestaciones reconoce algunos denominadores comunes: el protagonismo indiscutible de los jóvenes, la creatividad en las consignas y cursos de acción elegidos, la organización horizontal, desde las bases, la utilización de actualizadas “tecnologías de información y comunicación” (TICs), un espíritu no violento sin que por ello pierda iniciativa, decisión, tenacidad, etc. Y la referencia e inspiración en “¡Indignaos!”, un pequeño librito de Stéphane Hessel. El autor de este texto participó en la heroica Resistencia de la Francia Libre a la invasión nazi, fue detenido en campos de concentración, diplomático, y fue uno de los redactores de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948... y sintoniza inmediatamente con el idealismo juvenil, al denunciar las numerosas frustraciones a los nobles ideales que inspiraron a tantas generaciones pasadas...

Otro mundo es posible
El atropello a las más elementales libertades y garantías, la explotación laboral, el consumismo peligrosamente desatado, el pisoteo a la naturaleza y el equilibrio ecológico (tanto con la intensa depredación de recursos como con el descarte de residuos), la marginación de los inmigrantes, el desprecio por las culturas autóctonas, y la postergación de los grupos minoritarios son claras señales de que el mundo no marcha en buena dirección.
Pero en medio de estos dolores, también es posible escuchar al “otro mundo posible” que pugna por salir a la luz... Y son oídos juveniles los más sensibles a estos nuevos sonidos, así como son juveniles las voces que más ayudan a amplificar y a hacerlos todavía más audibles: el compromiso con la memoria, la verdad, la justicia y la paz, la conciencia de la propia dignidad, una preocupación más seria y profunda con las problemáticas de género, un Estado activo en la provisión de los bienes y servicios públicos, un sistema tributario más equitativo, un manejo transparente, ético y responsable del sistema financiero, erradicación de paraísos fiscales, desconcentración de los monopolios, regulación de las corporaciones, comercio directo y justo, etc.
Son muchos y variados temas, sin dudas, y aún así, es posible detectar hilos que enhebran estas cuentas pendientes... Se trata de reconocer la complejidad de la realidad, tener conciencia, pensar globalmente..., y también actuar localmente, buscando los espacios posibles para lo nuevo y alternativo (el lema del movimiento es “Unidos re-inventaremos el mundo”).
Este movimiento demanda participación: no se trata simplemente de que los líderes y dirigentes hagan obras a favor de la gente, compensando años de descuido; se trata de que las acciones se hagan con la gente, desde su mismo protagonismo, por su propia iniciativa. No es ser sólo objeto pasivo de beneficencia; es ser sujetos de acción. La enseñanza social de la Iglesia ha enfatizado el valor de la subsidiariedad, sin que ello afecte el valor de la solidaridad.

Igualdad y dignidad para todos
Ahora bien, ¿cómo no ver “signos de los tiempos” en estas realidades...? Y recordemos que “nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en el corazón de la Iglesia” (Cfr. Gaudium et Spes 1). Es que la demanda de participación encuentra un profundo fundamento en la dignidad de la persona humana, lo que presenta nexos con una mirada creyente de la vida: desde el mismo libro del Génesis se nos habla de esta dignidad: el hombre se “parece” a Dios, el hombre es “capaz” de Dios. Y Dios es capaz de ver la opresión de su pueblo, de oír los gritos de dolor, de conocer muy bien sus sufrimientos. En el Nuevo Testamento, la Resurrección muestra el compromiso irrevocable y definitivo de Dios para con el hombre: San Pablo afirma que “el que está en Cristo es una Nueva Creación; pasó lo viejo, todo es Nuevo” (2 Cor. 5, 17). El mismo Jesús supo indignarse ante la perversión del poder... De este modo, la inconformidad, asumida no desde la soberbia, sino desde la conciencia serena y sencilla de la propia dignidad, puede ser vista como un valor profundamente cristiano: Jesús desea que “ya estuviera encendido el fuego que ha venido a arrojar en la tierra” (Lc. 12, 49) y nos pide a los que queremos ser sus discípulos que “seamos astutos como serpientes (...)” (Mt. 10, 16).
Por otro lado, en la vida de las primeras comunidades cristianas, reconocer el Señorío de Jesús implicaba ser conscientes de la radical igualdad en la dignidad de todos los seres humanos, hermanos entre sí. “La gloria de Dios es la Vida del hombre”, afirmaba San Ireneo de Lyón (130-202). Por supuesto, vivir consecuentemente a la luz de esta creencia les valió numerosas dificultades y persecuciones en esos primeros siglos: Sacudieron la comodidad del Imperio romano, acostumbrado a sacralizar y perpetuar las diferencias e instalado sobre la opresión y la violencia. Y de la Tradición de los Padres de la Iglesia nos llega su testimonio de la férrea oposición a las desigualdades intolerables entre las personas.
Por lo tanto, el reconocimiento de la dignidad de la persona humana, la indignación ante tantas injusticias, el reclamo por mayor participación e inclusión no pueden dejarnos indiferentes como discípulos de Jesús y debemos exponer nuestras confianzas, dejarnos interpelar por la Historia de la que nos toca ser contemporáneos... Naturalmente, no cualquier complicación viene de Dios, pero si llevamos una vida demasiado instalada, seguramente no seremos fieles al Reino por el cual nuestro Maestro dio su Vida...
Prestemos atención a los acontecimientos que nos rodean, permitamos el discernimiento comunitario, dejemos que surjan las inspiraciones para poder acompañar los cambios presentes y dar nuestra mejor respuesta en la doble fidelidad al Evangelio y a nuestros hermanos más necesitados.